Reconciliarnos con nuestra pequeñez

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos parapreguntarle:
- « ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»
Jesús les respondió:
- «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven:
los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y dichoso aquel que no se escandaliza de mí!»

Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo:
- « ¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento?
Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: “Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino”.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él» (Mt 11, 2-11).

Contemplación
Reconciliarnos con nuestra pequeñez… Elegí este título porque me parece que la mentalidad reinante nos lleva a no estar contentos con nuestra pequeñez y porque por ahí va la respuesta de Jesús a un Juan Bautista que manda a sus discípulos a preguntarle si es Él el que iba a venir o si debían esperar a otro.

Juan era alguien que no se escandalizaba de su propia pequeñez. Recordemos cómo confesó siempre que Jesús era el más grande, que él no era digno ni de desatarle las correas de las sandalias, recordemos cómo estaba convencido de que debía enpequeñecerse para que Cristo creciera…
La propia pequeñez parece que la tenía clara, pero es como que la pequeñez de Jesús lo escandalizó o escandalizó a sus discípulos por un momento.
El Señor responde mostrando sus obras con los más necesitados y añade la bienaventuranza de los pequeños (porque para escandalizarse de Alguien como Jesús hay que estar bastante agrandado): “dichoso aquel que no se escandaliza de mí”.

En la contemplación pasada veíamos que la pequeñez del Reino –su insignificancia- es capaz de encender en nuestros ojos el fuego de la esperanza.
Contemplar a Jesús metido en nuestra historia, viviendo su pequeña vida singular, tejida con los hilos de las circunstancias casuales con que se teje toda historia, hace nacer la esperanza. Porque es precisamente el no exigir el Señor para sí nada especial, el vivir una vida completamente ordinaria y común como cualquiera, lo que le da a toda vida, a la de cada uno, un valor inmenso.
Lo valioso y esperanzador es “la Vida Plena” –“Yo soy la Resurrección y la Vida” – metida en medio de la vida imperfecta y común.
Por eso lo de reconciliarnos con nuestra pequeñez.
Reconciliarnos con que no sea una pequeñez provisoria, previa a una grandeza que vendrá, sino una pequeñez que se mantiene como tal, permitiendo que en su interior viva un amor siempre más grande y ardiente.
Porque lo que enseña Jesús es que la única grandeza es la del amor.
El amor es lo único que vale la pena agrandar.
Y para que el amor crezca, todo lo demás se debe empequeñecer.
Este es en esencia el mensaje del Hijo de Dios venido en la pequeñez de nuestra carne.
Jesús expresa el valor de la pequeñez cuando dice que Juan es el más grande de los hombres –que la grandeza que él alcanza es lo máximo que hombre alguno puede alcanzar- y que, sin embargo, el más pequeño del Reino de los Cielos es más grande que él.
Más grande porque, una vez que Jesús se ha encarnado y se puede comulgar con él, recibirlo a él, hospedarlo y poner en práctica su Palabra, una vez que Jesús está en medio de nosotros, su Presencia hace que toda pequeñez se plenifique y se vuelva “grande” sin dejar de ser pequeña.
Tan pero tan grande y nuevo es lo que trae el Señor que no necesita “agrandar el recipiente”. Lo deja como está y, sin tocarlo, lo renueva entero.
A los santos les deja su carácter (la irascibilidad de Ignacio, la susceptibilidad de Teresita, los miedos del Cura de Ars que lo hacían huir de su parroquia…),
no les cura muchas de sus enfermedades (la “espina en la carne de Pablo, las gastritis del Beato Pro),
no hace que cambie la opinión de gente que los rodea (la cocinera que se lamentaba de que Teresita “no hubiera progresado nada en la virtud”, los que veían a Hurtado como un optimista más…),
permite que vivan situaciones ambiguas (San Juan de la Cruz encarcelado por sus hermanos frailes, la madre Teresa cuando no le aprobaban su congregación…).
Es como si Jesús no les hiciera nada especial ni les agrandara nada fuera de su amor.
La vida misma tal como acontece en medio de situaciones cambiantes se transforma sin dejar de ser lo que es y pasa a ser algo totalmente nuevo.
Eso es lo que sucede en la Eucaristía, que el pan no deja de ser un simple pancito y sin embargo es Jesús vivo, Pan de Vida eterna, resucitada.

Lo que obra este milagro –de que algo o alguien siga siendo tal cual era y sea algo o alguien totalmente nuevo- es la fe.

Una fe que se renueva antes, durante y después de cada “venida” del Reino.

Son los ojos de la fe los que hacen que tantos pequeñitos vean a Jesús que pasa y descubran que es el Hijo de Dios y le griten que los cure, que los perdona, que los salve.
Es la fe la que hace que siga firme la confianza en el Señor aún cuando parezca que no pasa nada como cuando los sirvientes de Caná siguen cargando agua y llenando las tinajas sin que se vea bien para qué…
Es la fe la que, luego de los milagros “físicos” se abre a una luz mayor y se hace capaz de descubrir al Donante como fuente del don, como le pasó al Ciego de nacimiento.

La fe ilumina la realidad común y esta se colorea un momento con los colores del Reino para volver enseguida a la tonalidad natural. Así, entre lucecitas y nublados la fe se va metiendo en el Objeto infinito que la atrae y suscita: el Amor del Padre que brilla a través de la opacidad de la carne de su Hijo

Por eso hablo de “reconciliarnos con nuestra pequeñez”, porque es en la pequeñez misma que se nos ha de revelar una y otra vez Jesús. No en una pequeñez que luego pasa a ser grandeza.
El Señor va de pequeñez en pequeñez:
de la pequeñez de la Encarnación a la pequeñez del Pesebre;
de la pequeñez de la carpintería de Nazareth a la pequeñez de la Barca de Simón y de las de sus amigos;
de la pequeñez de la Cruz, en la que apenas cabía su humanidad doliente, a la pequeñez de una resurrección que se manifiesta a unos poquitos, con gran alegría pero sin aire de grandeza alguno…
Y todo para quedarse en la pequeñez de la Eucaristía…

Reconciliarnos con un Jesús que siempre será pequeño, poquita cosa ante un mundo que ama las grandezas, implica reconciliarnos con nuestra propia pequeñez.
¿Acepto con alegría la pequeñez de mi paso por este mundo?
¿Acepto con alegría lo poco que soy, lo poco que logro progresar, lo chiquito de mis sueños más grandes?
Para terminar de querer mi pequeñez tengo que verla como el modo más directo de “terminar de recibir, de una vez por todas”, al Niño Jesús en mi vida.
El quiere nacer, y para eso le basta el pesebrito de mi alma.
Jesús no necesita grandes estructuras para venir a habitar en nuestra historia, solo necesita que gente como yo le preste su fe, pequeña como un granito de mostaza, para poder echar raíces y crecer.

Reconciliarme con mi pequeñez es recibirlo así tal como estoy.
Es dejarlo entrar en lo que soy: “esto que soy, esto te doy”.
Reconciliarme con mi pequeñez es aceptar que Jesús siempre estuvo en ella, cómodo y contento, que fui yo el que no la soportaba y huia de ella como el Hijo pródigo que se escapó de la pequeña casa paterna en busca de grandezas.
Reconciliarme con mi pequeñez es optar por “no agrandarme”.
No agrandarme es no esperar que me agranden con su reconocimiento los demás.
No agrandarme es estar contento de que, cada mañana, el pesebre siga siendo pesebre, y no se transforme nunca en una “estructura consolidada”.
No agrandarme es caber en la pequeña cruz de mis fragilidades y contrariedades diarias amando el combate, como decía Hurtado. No por sí mismo sino por el bien que trae.
No agrandarme es contentarme con la resurrección de cada día que me brinda Jesús en la Eucaristía, como los pobres que se contentan con su desayuno.

La dinámica de la Eucaristía es la única dinámica y la única estructura que dinamiza y consolida la Vida verdadera.

Reconciliarnos con nuestra pequeñez es mirar con ojos nuevos lo que miramos siempre con ojos viejos.
Mirar ampliando la pupila para ver lo que ilumina la luz de la fe, que deja que la Luz de Jesús se pose en cada cosa (Podemos quedarnos contemplando el cuadro del Greco, viendo cómo las manos se calientan y los rostros se iluminan de la LUZ que irradia el Niño tan pequeñito).

Reconciliarnos con nuestra pequeñez es alegrarnos de ser y de sentirnos siempre más pequeños que el Amor que se nos regaló y que habita en nosotros.

Diego Fares sj